viernes, 17 de enero de 2014

'El lobo de Wall Street': Dinero, drogas, Scorsese




Título original: The Wolf of Wall Street Director: Martin Scorsese Guión: Terence Winter (Biografía: Jordan Belfort) Fotografía: Rodrigo Prieto Música: Howard Shore Reparto: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey, Jean Dujardin, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal, Jon Favreau Distribuidora: Universal

Si tuviera que elegir una sola de las razones por las que adoro el cine de Scorsese sería su inigualable capacidad para deslumbrar al público con protagonistas malvados. Antihéroes egocéntricos, viciosos, insaciables, que se hicieron inmortales bajo nombres como Jake LaMotta, Henry Hill, William Cutting o Sam Ronstein y en los que el grado de admiración del espectador es igual al rechazo por sus métodos, por sus discursos egoístas y por sus anhelos de crecer personalmente a costa de la mala fortuna de terceros. El nuevo demonio que Martin ha escogido para su nueva obra maestra no tiene nada que envidiar a los anteriores. Es un bróker de bolsa cuya única intención en la vida es ganar dinero estafando a otros, un derrochador que también es un yonki de las drogas duras, un mal padre, un fanfarrón. Y para colmo está basado en un personaje real, lo que hace aún más tentadora la visita al cine, por muchas horas que dure el asunto.

Desde las primeras escenas uno empieza a darse cuenta de lo inolvidable que será la interpretación de Leonardo DiCaprio en esta locura de tragicomedia. Su excentricidad no se parece al Edgar Hoover que Clint Eastwood retrató en J. Edgar, ni al esquizofrénico director de cine Howard Hughes, ni siquiera al esclavista con el que nos quiso impresionar Tarantino en Django Unchained. La manera en la que pone piel a Jordan Belfort destaca por la original sencillez con la que aprende a embaucar, a convencer a otras almas corruptas para seguir su mismo camino de irrefenable lujuria, y sobre todo por su manera golfa y desenfrenada de emular una vida llena de bacanales y excesos. Ver a un millonario sosteniendo una copa de vino al lado de una bandera americana pone la parodia al servicio del mismo país que se rinde ante Scorsese. Belfort es un ladrón de guante blanco sin precedentes en la pantalla, un treintañero con síndrome de Peter Pan dueño de un afán lucratorio que le va envenenando hasta el punto de no saber qué pastilla meterse, de gastarse sumas enormes en cosas tan impensables como un yate con helicóptero incorporado, y que encima alardea de su fortuna delante de los medios. Por si fuera poco resuelve sus problemas con la justicia de la manera más surrealista en Suiza, donde Jean Dujardin se pone en la piel de un banquero sin escrúpulos que además le sienta de maravilla.

La sátira hacia la fuga de millonadas que escapan hacia paraísos fiscales es constante en la cinta, y se hace inevitable pensar en ciertos señores cercanos a los que la crisis actual no les ha llegado ni a los tobillos, en familias arruinadas, en esa inmensa brecha que divide a los intocables poderosos de la gente sin recursos. Lección moral que va unida al ocaso de Belfort y a su fracaso como marido y como padre de una niña a la que ni mira, al derrumbe como persona en definitiva.



El ritmo con el que el director filma estas tres horas de desmadre es comparable a sus antiguas películas de mafia como Casino y Goodfellas. Escenas donde la acción transcurre a 200 km por hora, con golpes de efecto rotundos y necesarios para centrar al espectador cuando la repetición amenaza con distraerle, y en las que el ingenio de los diálogos se combina a la perfección con la pornografía y los toques de comedia negra que abundan en el filme. La carcajada es por tanto compañera de la alucinación que siento viendo esas oficinas donde DiCaprio y sus secuaces juegan a ser dioses del dólar mientras se corren orgías y se pasan coca, sumado al subidón que supone ver a Jonah Hill colocado hasta las cejas y soltando una frase brillante tras otra. Y a pesar del hiperbólico argumento no se atisba nada gratuito que pueda derrumbar la historia en algún momento, pues el chorreante humor se compensa con el drama cuando al tiburón financiero le empiezan a lanzar las redes. Todo está sacado de la biografía que escribió el sinvergüenza cuando salió de la cárcel, un instrumento de biopic trasladado al guión ni más ni menos que por Terence Winter (Los Soprano, Broadwalk Empire) y que por fortuna ha rodado el entrañable neoyorquino, alejando a otros oportunistas que no habrían sido capaces de sacarle el mismo partido a semejante relato.

La pasión con la que está rodada El lobo de Wall Street provoca que incluso la banda sonora de Howard Shore pase desapercibida. El efectivo juego de cámaras y el montaje picado -especialmente en la escena musical- no solo pueden ser obra del presupuesto, sino de un director que ama lo que hace y que es consciente del efecto que provoca en el espectador un buen sentido de la narración. Y al igual que otras maravillas de su filmografía, todo está dispuesto de forma que al terminar la película esta perdure en la memoria, hipnotice y en cierto modo perturbe, algo que en otras épocas pocos cineastas fueron capaces de lograr y entre los que me salen a rescatar nombres en mayúsculas como Fritz Lang, Polanski o Stanley Kubrick. Ellos tuvieron el lujo de contar con estrellas como Peter Lorre, Edward G. Robinson, Catherine Deneuve, Malcolm McDowell, Jack Nicholson... auténticas leyendas que llenan largas páginas de la historia del cine. El tipo con nombre renacentista con el que cuenta Scorsese es otro actorazo de los pies a la cabeza que lleva años llamando a las puertas de Hollywood, nominado siempre con papeles dignos de llevarse una estatuilla que, incomprensiblemente, todavía no decora su vitrina.


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